En una escena que parecía salida de un videoclip cuidadosamente orquestado por la nostalgia, la ciudad de Birmingham, cuna del heavy metal y del propio Ozzy Osbourne detuvo su ritmo para despedir al que fue su más célebre hijo.
La procesión fúnebre del líder de Black Sabbath recorrió las calles empedradas de Broad Street y cruzó el simbólico puente que lleva el nombre de la banda, ahora convertido en un santuario improvisado.
Sharon Osbourne, fiel compañera de vida y batallas, descendió del vehículo fúnebre tomada del brazo de sus hijos Jack y Kelly. En silencio, observaron las flores moradas, los carteles, y los cientos de mensajes escritos por manos anónimas que querían agradecer a Ozzy por haberles enseñado que el rock también podía ser arte.
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El momento culminó cuando entre lágrimas, Sharon alzó la mano en un gesto icónico de paz, replicando la seña que tantas veces hizo su esposo en los escenarios.
Mientras tanto, una multitud emocionada coreaba su nombre como si se tratara del encore de su última gira: “Ozzy, Ozzy, Ozzy, oi, oi, oi”, en un grito donde las voces entrelazaban lágrimas, anécdotas, camisetas negras y una certeza clara: el Príncipe de las Tinieblas se fue, pero su leyenda se quedó para siempre.
Y si su funeral pareció un último acto en vivo, no fue casualidad, pues apenas unas semanas antes, Osbourne había regresado a su tierra para un épico concierto homenaje titulado Back to the Beginning, que reunió a gigantes del rock como Metallica, Pantera y Tool, en una presentación donde Ozzy apareció en escena sentado, pero con el mismo fuego en los ojos, en la que quizá ya sabía que sería su adiós con aplausos.